Pequeño homenaje a White en su 138 aniversario

White, el triángulo, el gol de Ferlich y la corvina más grande

Por Walter Gullaci / Periodista de La Nueva.

Ese "triángulo" ejercía un poder mágico sobre él.

Quizás porque todos los pescadores lo desechaban. Se mofaban de esas aguas tranquilas, que apenas chapoteaban sobre los hierros apilados debajo del viejo muelle.

Allì, a lo sumo, uno podría pescar una escorpina, ese pez feo, gordito y plagado de espinas que obviamente no servía para nada. ¡Ni pensar en comerlo! Apenas para mirarle la cara exhausta y devolverlo a la quietud de ese marcito sin olas.

Pero, a sus casi 6 años, poco importaba.

Nadie soñaba, allí, con agarrar un pez espada o un tiburón. Ni siquiera con pescar un pequeño cazón.

Lo máximo a lo que podrían aspirar esos hombres curtidos por el sol abrasador whitense era a una corvina de grandes dimensiones, esas que "cabeceaban" y hacía corcovear cualquier caña, por más buena que ésta sea. En un tiempo en el que aún no existían las de fibra de vidrio u otros compuestos. Eran cañas, de caña...

Los pescadores estaban acostumbrados -y hartos- de sacar gatuzos, esa especie de tiburones en miniatura, aunque alguno llamara la atención por su buena envergadura e iba a parar, seguro, a la olla de la patrona.

Otra variante, pero con la línea a menos de un metro del muelle, eran los pejerreyes. Hermosos, brillantes, riquísimos fritos a la sartén, pero poco atractivos para "la foto" del pescador.

Porque el pescador, se sabe, suele agrandarse. Y mucho con sus logros.

Tanto como ese "9" que la mete en un ángulo o el arquero que ataja un penal sobre la hora.

Y, la verdad, el pejerrey, el gatuzo, o incluso el chucho, pez raya o congrio -esa especie de víbora de agua salada- no movían el ego de nadie.

Solo una gran corvina o pescadilla, en ese ajetreado muelle de White, movilizaban de una esquina a la otra las miradas inquietas. Y en ocasiones -para no decir siempre- de envidia de los otros pescadores.

Lo que por supuesto jamás ocurría en el famoso "triángulo".

Allí, nada. Imposible. Solo aparecían esas feas escorpinas...

* * *

Corría por entonces 1968, año en el que las radios invitaban a escuchar la música poco exigente del tucumano Palito Ortega o el santiagueño Leo Dan. Y de vez en cuando de un tal Sandro que comenzaba a arrasar con su particular estilo.

Eran tiempos en los que el fútbol argentino dejaba de sentirse "campeón moral" para convertirse entre los mejores en serio gracias al título intercontinental que un año antes había obtenido aquel Racing de "José" (Juan José Pizzutti). Y porque faltaba sólo un mes para que el Estudiantes de La Plata "fundado" por Osvaldo Zubeldía plasmara el suyo gracias a un batacazo fenomenal.

Era un año en el que todavía era sencillo ingresar a las instalaciones potuarias de Ingeniero White, lo que al poco tiempo, en épocas revueltas del país, se convirtió en una verdadera odisea para los entusiastas pescadores.

No alcanzaría sólo con mostrar el documento en los puestos de acceso para poder ingresar al muelle y así no tener que tirar a la basura la carnada que con tanto esmero se preparaba desde el día anterior.

Porque ir a pescar no era un tema para tomarlo a la ligera.

Era toda una experiencia, que demandaba un espacio artesanal. De extrema paciencia. La misma que había que tener con la caña y el reel -para quien podía ostentar un buen equipo de pesca- o con el popular "tachito". Que era simpelmente eso. Un tacho, generalmente hecho con una lata de duraznos, en cuyo extremo se le fabricaba una especie de manija con la que se operaba la línea.

La mayoría fabricaba sus propias plomadas y armaba las punteras, con uno, dos o tres anzuelos, según las inquietudes y gustos de cada uno.

Y la carnada, en general anchoas o camarones, era cuidadosamente depositada en la heladera y durante el día de pesca en una caja de tergopol con hielo para que se mantenga fresca. "Saludable".

Por eso, cada vez que esos vigiladores nos daban la veña para pasar, Julián sentía una gran sensación de alivio. Ya no sentía tan tenso el estómago y sus manos dejaban de transpirar. El día, fresco, con sol, nublado o con lluvia, se convertiría en una gran aventura para él, su papá Tito, su tío Checo y el primito Gustavo. Sería un día de pesca. Sólo eso. Ni más, pero tampoco menos, que eso...

* * *

"Nosotros pescando mientras están todos locos con el partido...".

El tío Checo era futbolero, de Boca y Villa Mitre, pero no demasiado como para perder el foco. Y el foco estaba puesto solo en esa caña que parecía que nunca se iba a doblar. Lucía inmóvil, demasiado erguida como para pensar que en algún momento iba a disparar la ilusión de ese hombre enorme y bonachón.

No había caso. Más chinchudo se ponía con su mala suerte de pescador sin "pique", y más movimiento se registraba a su alrededor.

Su hermano Tito, por ejemplo, no paraba de sacar piezas. Una tras otra, aunque ninguna que invitara al asombro por su tamaño.

"Papá, avisame cuando empiece Huracán. Lo quiero escuchar", se escuchó desde allá enfrente, en el "triàngulo".

Julián no quería perderse nada. 

No serían los relatos del Gordo Muñoz los que escucharía esta vez, prendido a la Spica de su Viejo.

Pero le interesaba, como a toda Bahía y su región, la suerte del equipo del bulevard, que esa tarde iba a enfrentar nada menos que al reciente campeón de la Copa Libertadores de América. Aquel Estudiantes de Poletti, Aguirre Suárez, Madero, Malbernat, Bilardo, Pachamé y la Bruja Verón, que un mes después ganaría la Copa Intercontinental frente al poderoso Manchester United, en el mismísimo Old Trafford.

El partido era en la cancha de Olimpo. Y todo el fútbol de la Liga del Sur estaba pendiente de lo que podían hacer aquellos once leones con la casaca blanca y un globito rojo a la altura del corazón.

Si había que hablar de humildad, de guapeza, de virilidad, de picardía futbolera, ese era el Huracán de Ingeniero White que pudo lograr la hazaña de clasificar y jugar el por entonces torneo Nacional del fútbol argentino.

Una hazaña que quedaría empequeñecida por otra aún más impactante. E histórica.

Que se cristalizó a la par de otra escena mucho más doméstica pero al igual que aquella impensada, a unos 12 kilómetros del estadio aún atónito por la victoria de David ante Goliat.

Con Julián como protagonista. Su cañita y la multitud en ese muelle atestado de pescadores y curiosos.

* * *

Eran las 17.30 cuando el relator de LU2 por fin le dio rienda suelta a la algarabía de todos, allí. Incluso, de aquellos hinchas de la contra. Los que tenían grabada a fuego la casaca con los colores verde y amarillo de Puerto Comercial.

Se había consumado la proeza del Globito. Del equipo del bulevard. Del saladero. De los barrios más complicados y sufrientes de la escenografía whitense.

Del entorno de esa canchita de suelo amarronado y blanco por la sal, con sus arcos más bajos de lo reglamentario porque el arquero, el Vasco Azcoitía, no era, precisamente, alto. Más bien bajo y tenía que llegar sí o sí a esas pelotas que le venían de emboquillada.

Huracán le acababa de ganar nada menos que al notable Estudiantes. Al "Pincha" que se convertiría en campeón de todo.

Un 1 a 0 estruendoso gracias al gol que Ricardo Ferlich, un "11" atrevido e inteligentísimo para desbordar, le convirtió al díscolo y gran arquero Alberto Poletti.

Si hasta las cañas habían dejado de flamear con tanto pique aquel domingo 15 de septiembre del `68 por la tarde.

Pero de pronto...

"Pá, pá... Vení, ayudame, páááá...".

Los gritos emocionados de Julián despabilaron hasta a su tío, quien aún no había cambiado su rostro adusto por el escaso pique que tuvo durante todo el día. Ni el gol de Ferlich le había modificado el semblante.

Tanto el tío Checo como el papá Tito acudieron en un santiamén al llamado de Julián.

Era obvio que no podía luchar solo con eso que despuntaba desde el otro lado de su línea de pesca.

El, como su primo de 5 años, no tenía ni idea de qué estaba pasando.

En verdad, era raro que un pibito de su edad estuviera tanto tiempo entretenido con esto de la pesca. Si ni siquera se encargaba de tirar la línea...

Esa parte, como encarnarle los anzuelos, era trabajo de su padre.

Los dos eran fanas de Villa Mitre. Y de Racing, que un año antes había llegado a la cima del mundo al vencer en el tercer y decisivo partido final al Celtic de Glasgow, Escocia, en el estadio Centenario de Montevideo, por 1 a 0 con golazo del Chango Juan Carlos Cárdenas.

Por lo que la derrota de Estudiantes ante Huracán de White tenía un condimento extra.

"Estos qué se creen... ¡Que son Racing! Se le terminaron los humos", por allí se le escuchó decir a Tito sobre aquel Estudiantes, al cabo, ultra ganador.

Pero bueno... Ahora había que olvidarse de la pelota. De los emocionados relatos radiales. Del momento histórico que estaba viviendo el fútbol de la Liga del Sur.

Había que sacar "eso" que se presumía "algo grande". ¡Y en el apacible "triángulo"!

* * *

"Dame Julián, Dame... Lo voy a sacar yo", le insistió Tito.

El papá tenía razón.

Julián era muy alto por su corta edad. Flacucho pero fuerte. De buenos brazos. Pero así y todo no le alcanzaba para luchar con ese pez que no paraba de cabecear.

Era una corvina grande. Ya no quedaban dudas...

"¡Ahí está! No te puedo creer... Traeme el gancho Julián. Dale, dale...".

Tito estaba acostumbrado a sacar buenas piezas.

Una vez, la que seguramente siempre soñó, le arrancó la caña de cuajo desde uno de los extremos de ese muelle que ya empezaba a destartalarse de a poco.

Nunca supo qué pez se llevó todo su equipo hasta depositarlo en el mar. Pero si alguien le preguntaba, él respondía siempre lo mismo. "Era una corvina enorme. Seguro. Porque si era un chucho, la hubiera arrancado despacio. No así. De un saque".

La lucha con esa cañita de Julián parecía convertirse en una especie de revancha para Tito.

Y fue así nomás...

* * *

Bañado en sudor, con su hermano Checo enganchando la panza de esa corvina rubia, hermosa, y corcoveante, Tito por fin pudo levantar la pieza de más de 6 kilos. Un ejemplar casi irrepetible para un pescador "de muelle" como él se consideraba. Claro que Julián su pequeño hijo, había sido el principal protagonista de la "proeza". Y se le notaba en esos ojos grandes y celestes que no paraban de parpadear.

"Viste, viste, la pesqué en el triángulo... Yo siempre pensé que iba a pescar una grande. Y no es una escorfina (le ponía una F en vez de la P)".

Todos, allí, felicitaban al pibito en lo que sería su más grande hazaña de niñez.

Que de ninguna manera, claro, pudo tapar jamás el sueño incumplido de meterle un gol a Independiente en el minuto 90.

En el Cilindro de Avellaneda.

Y con la 10 de Racing, claro...

Aquella fiesta futbolera incomparable

Aquel día, ese épico 15 de setiembre de 1968, el del debut como local de Bahía Blanca en un torneo de la A, se produjo un pequeño milagro: Huracán de Ingeniero White venció 1-0 al Estudiantes campeón de América, el mismo que un mes después obtendría la gloria mundial ante Manchester United, en Old Trafford. Una semana antes, en Buenos Aires, Huracán había caído 5-0 ante Los Andes.

Ante casi 11.000 hinchas (sólo Boca y River los superaron ese fin de semana en venta de entradas), un tal Ricardo Ovidio Ferlich —bahiense y puntero izquierdo— hizo el único gol, el del primer éxito, el del triunfo inolvidable... Enfrente de ese conjunto de voluntades, que finalizó último en el Nacional, estaban los ilustres platenses de Osvaldo Zubeldía: Poletti; Malbernat, Aguirre Suárez, Madero, Medina; Bilardo, Pachamé, Etchecopar; Ribaudo (después Lavezzi), Conigliaro y Juan Ramón Verón. No faltaba nadie...

Para Huracán jugó en ese torneo Vicente Cayetano Rodríguez como defensor. Era un equipo de muchos conocidos de la zona, pero despojado de figuras. Ante Estudiantes formó con: Azcoitía; Fiore, Becchio, Guindea, Vicente Rodríguez; Lucero, Solís, De Nápoli; Magagna (Correa), Lliteras y Ferlich. Se trataba de un equipo modesto que sólo ganó dos partidos (el otro fue ante San Martín de Tucumán, 1-0 también de local), empató dos y perdió 11. Volvió a participar en el Nacional de 1971 sin mucho éxito.

De todos modos, ya había vivido su día de gloria...